Hablar de paz en naciones en conflicto no es una tarea fácil. Más aún cuando los contextos son tan complejos como el de Venezuela, un país con una crisis de larga data, en la cual, a pesar de no haber un enfrentamiento bélico o un desastre natural, coexisten elementos que ejemplifican la gravedad de la situación: una inseguridad alimentaria persistente, el repunte de enfermedades que incluso ya habían sido erradicadas y la migración forzada de millones de personas, tanto por la imposibilidad de subsistir, como también debido a la persecución, criminalización y discriminación contra las personas consideradas opositoras al gobierno.
A esto se suma la violencia generalizada en la sociedad, la sistemática, masiva y deliberada violación de los derechos humanos de la población y la impunidad, favorecida por el control que ejerce el gobierno sobre el sistema de justicia. En estos contextos hostiles y represivos como el de Venezuela, hablamos de la existencia de una paz negativa, que está asociada al silencio impuesto por los regímenes dictatoriales.
Mientras que la paz positiva es un proceso que se construye diariamente, con acciones que buscan la igualdad, la justicia y el respeto a los derechos humanos. Este proceso de construcción de paz no se enfoca solamente en los efectos visibles de los conflictos, sino en sus orígenes y sus causas, para transformarlos y, eventualmente, resolverlos. No se trata solamente de reducir la violencia, sino de analizar los elementos que generan tensión y prolongan el conflicto, para generar estructuras que eventualmente conduzcan a la transformación y a lograr el cambio social requerido.
En este proceso de construcción de paz juega un papel fundamental el promover las relaciones positivas y el uso de un lenguaje común para hablar de paz. Los grupos sociales tienen diferentes perspectivas de lo que ocurre en un país y cuáles son los cambios necesarios que hay que hacer para alcanzar la paz positiva. Sin embargo, estas narrativas, al estar basadas en experiencias vividas desde un punto de vista determinado, son específicas de cada grupo y suelen profundizar las divisiones, más que mitigarlas.
Cambiar esas narrativas no es un trabajo fácil de emprender, ni de corto plazo. Además, los efectos de los factores estructurales e institucionales negativos, como el abuso de poder, profundizan los agravios e intensifican la posibilidad de que se produzcan y justifiquen respuestas violentas. Un cambio en las narrativas puede propiciar que se asuman compromisos para abordar los cambios estructurales y se produzca la necesaria acción política para llegar a acuerdos y resolver los problemas más urgentes que agobian a la población.
Identificar el punto de vista de los actores con los que nos comunicamos es también un paso importante para encontrar una narrativa común. Las experiencias que nos definen como nacionales de un país nos deben facilitar el conversar sobre nuestros problemas y cómo resolverlos. Pero para ello es fundamental anteponer los intereses colectivos a las ambiciones individuales.
Cuando los grupos en conflicto dejan de utilizar las narrativas para lograr sus propios fines y centran sus esfuerzos en torno a un objetivo común, se abren ventanas de oportunidades para transformar el conflicto. Como por ejemplo la probabilidad de un llamado a elecciones, o la reforma de leyes polémicas. Incluso la posibilidad de crear nuevas coaliciones, o el fomento de liderazgos positivos emergentes, allanando así el camino hacia la construcción de la paz, sin dejar de lado el reconocimiento del origen de la crisis, el esclarecimiento de la verdad, la determinación de las responsabilidades a las que haya lugar a través de un proceso de justicia y la necesaria reparación a las víctimas.
Está en nosotros hablar de paz sin esconder el conflicto, sin normalizar una paz que no es verdadera. La respuesta es organizarnos y seguir exigiendo nuestros derechos, esa es la mejor manera de construir paz.