El ruido y las nueces: Una respuesta al Prof. Chethman


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Publicado el: 09 de abril de 2020

Este artículo especial fue escrito para el Centro de Justicia y Paz (Cepaz) por Moisés Montiel

Moisés A. Montiel Mogollón es abogado egresado de la Universidad Central de Venezuela, Maestro en Derecho Internacional Público de la Fletcher School of Law and Diplomacy de la Universidad de Tufts. Se ha desempeñado como Asesor de la Comisión de Política Exterior, Integración, y Soberanía de la Asamblea Nacional de Venezuela, Profesor Universitario de Derecho Internacional Público, Derecho Internacional de los Derechos Humanos, y Derecho de las Organizaciones Internacionales, y actualmente es Asociado Senior en el Despacho AGSTOD Abogados en la Ciudad de México.


La pieza del Prof. Chethman hace un apto trabajo destacando el incremento histórico en la intención de las judicaturas nacionales de valerse de la jurisdicción universal para adjudicar casos que ofenden nuestra humanidad común. Como bien lo apunta, la meta última es la de evitar la impunidad y traer a la justicia a los más terribles criminales (o en su defecto, dejar caer sobre ellos el ojo de la justicia cuando se sospecha la comisión de los más atroces crímenes internacionales.

Sin embargo, y sin querer menospreciar el valor de este mecanismo, debería considerarse que el término jurisdicción universal ha empezado a sufrir en los últimos años de una hipertrofia inducida. Para el ojo público, el término apareció en circulación desde que el juez Baltazar Garzón se intentara valer de él para hacer extraditar y sujetar a proceso a Augusto Pinochet. Como es sabido de todos, el intento fue infructuoso.

Algunos comentaristas referirían que el fracaso de la iniciativa se debió a presiones políticas. Pero existe un dato revelador, en última instancia, el juez Garzón defirió a criterios atributivos de jurisdicción más clásicos cuando resultó evidente que si no había un español lesionado (o al menos intereses extraordinarios del Estado español lesionado) no había un nexo lo suficientemente fuerte como para romper la barrera de la territorialidad de la jurisdicción.

Este análisis, lejos de querer negar la existencia de la jurisdicción universal o de ser pájaro agorero del porqué no, pretende ahondar en las dificultades inherentes al uso de ese criterio extraordinario de adquisición de jurisdicción, y lo hace mediante la revisión de las fuentes primigenias de esa modalidad de ejercicio del jus puniendi. Es preciso saber que existe un herramienta para cada tarea y una tarea para cada herramienta, y pretender usarlas sin comprensión cabal de su funcionalidad compromete el resultado y el mecanismo a partes iguales.

Sin embargo, antes de entrar a la parte contenciosa de esta respuesta, es propicio señalar los aciertos del Prof. Chethman. El primero de ellos, y tal vez el más importante, es el análisis de los desincentivos estructurales que emanan de las tensiones políticas domésticas e internacionales a la hora de querer ejercer esta jurisdicción.

Un ejemplo célebre de porque los Estados suelen rehuirle al ejercicio de la jurisdicción universal es la “Ley de protección de los miembros del servicio estadounidense”, comúnmente conocido como la “Ley de invasión de La Haya” de los EE.UU. Ésta, en franco desoimiento de los mandatos internacionales de cooperación y de los compromisos por combatir la impunidad en los más atroces crímenes, habilita al ejecutivo estadounidense para tomar todas las medidas necesarias para recuperar a un miembro del servicio militar activo o un funcionario público estadounidense que se encuentre sometido a investigación o proceso en cualquier parte del mundo.

La sola amenaza, aunque sea triste referirlo, ha sido suficiente para que algunos países deroguen sus propias leyes habilitantes de ejercicio de jurisdicción universal, y para que otros sencillamente se inhiban de valerse de esa facultad.

Algunas veces las tensiones son más sutiles y las decisiones que de ellas se producen buscan más bien evitar incidentes diplomáticos. Como bien refirió el Prof. Chethman, el caso del príncipe Ibn Salmad fue muy notorio, y la sutileza diplomática fue evidente, aún si el resultado fue en desmedro de la lucha contra la impunidad.

Otro antecedente útil lo constituye la Ley belga de jurisdicción universal del año 1993. Ésta después de una rápida sucesión de casos intentados, rebajó su pretendido alcance únicamente a los principios de nacionalidad activa o al supuesto de que el perpetrador (independientemente de su nacionalidad) se encontrase en territorio belga. Lo cual es un guiño al principio de territorialidad. Este último caso está íntimamente ligado a lo señalado por el Prof. Chethman con ocasión del caso Habré y a otro caso que, en la opinión disidente del Juez Oda de la Corte Internacional de Justicia, abrió la puerta a un criterio que tiene amplia tela que cortar.

Otro de los aciertos del artículo con el que se pretende conversar, es el destacado del rol de la sociedad civil internacional organizada en la documentación probatoria de la ocurrencia de los crímenes que podrían dar pie al ejercicio de jurisdicción universal. Es innegable que una de las grandes dificultades en estos casos es precisamente la materia probatoria. Las distancias, o lo furtivo de la manera en que a veces se cometen los delitos más graves, amenazan el mandato de combate a la impunidad por la dificultad de conseguir pruebas accionables en un juicio. La globalización y la interconexión ofrecen una alternativa viable, democrática, e incluyente para solventar este problema.

Ahora bien, el punto toral que debe hacerse para centrar la discusión es precisamente el cuando sí se debería poder ejercer la jurisdicción universal.

Para poder responder esta pregunta, es necesario hacer otra: ¿dónde se encuentra consagrada esa facultad? La respuesta podría sorprender (o tal vez no). Se trata de las Convenciones de Ginebra del año 1949, las cuales, en su apartado del régimen de graves ofensas, habilitan a cualquier Estado parte de las convenciones a juzgar en su territorio a cualquier persona de cualquier nacionalidad que haya cometido un acto en contravención de las prohibiciones que constan en el régimen de graves ofensas de la Convención.

Ahora bien, ¿cuáles son esas graves ofensas?. Vendrían a ser lo que hoy llamamos crímenes de guerra. Y justo ahí está el meollo de lo ocurrido al Juez Garzón. Cuando intentó invocar la institución para ejercer jurisdicción sobre Pinochet, lo que pareció obviar el jurisconsulto español es que Chile no había estado en un estado de conflicto armado (internacional o no internacional) que a su vez habilitase las Convenciones de Ginebra o su régimen de graves ofensas.

Este ha sido, a la fecha, el mayor escollo teórico para poder hablar de jurisdicción universal. Si bien se constata que las Convenciones tienen ratificación universal, lo cual viene a significar que todos los países podrían juzgar en sus territorios a transgresores del régimen de graves violaciones sin distingo de las nacionalidades de los activos o pasivos, o del lugar de comisión, sí es necesaria la comprobación de la aplicabilidad por razón de la materia de las convenciones. Esto quiere decir que sin un conflicto armado, no puede haber jurisdicción universal.

Sin embargo, existen excepciones convencionales a esta regla general. La Convención de Naciones Unidas contra la tortura plantea una de ellas. En ese sentido, más que hablar de jurisdicción universal, sería más exacto hablar de jurisdicción por otorgamiento convencional. De esa manera, aquellos países que sean partes de la Convención Contra la Tortura podrán ejercer jurisdicción sobre casos de tortura ocurridos en los territorios de otros Estados partes de la Convención (y solo de ellos) o, tal vez y esto podría discutirse, sobre nacionales de Estados miembros incluso si el acto de tortura se cometió fuera del territorio de un Estado parte de la Convención.

Otra de las excepciones, aunque ya más discutida, fue la ventilada por el Juez Oda de la Corte Internacional de Justicia en el Caso referente a las Órdenes de Arresto del 11 de abril de 200 (DR. Congo V. Bélgica). En su opinión disidente, el Juez Oda manifestó que crímenes como la piratería, el secuestro de naves y aeronaves, el terrorismo y el genocidio también estarían sujetos a jurisdicción universal.

Hay dos formas de abordar esta perspectiva, una de ellas, sería la de verificar sí existe una habilitación convencional expresa (como en el caso de la Convención contra la tortura). Ésta, como ya se señaló será entonces una función directa del jus contrahendi de los Estados y no, en puridad, una instancia de jurisdicción universal.

La otra manera es invocar el concepto del jus cogens y su correlativa oponibilidad erga omnes que obligaría entonces -según la concepción prevaleciente de esas instituciones- a cualquier Estado a castigar dichas ofensas.

En este sentido hay que hacer dos precisiones. La primera de ellas, es que el jus cogens, tal como existe en la convencionalidad internacional moderna, no permite tal cosa. La revisión cabal de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados revelará que el jus cogens no es sino un límite a la libertad convencional de los Estados, al prescribir que cualquier disposición convencional contraria al jus cogens irrogará la nulidad de lo pactado. Nada más y nada menos.

Mención aparte merece el caso de la piratería. Estos hostes generis humanis, o enemigos de la humanidad sí pueden ser libremente juzgados por cualquier autoridad estatal que les aprehenda, incluso en alta mar. Sin embargo, la sobriedad analítica demanda precisar que esto es la evolución de una regla de costumbre internacional que data de la edad de oro de la piratería caribeña, que posteriormente se ha visto codificada por vía convencional. De nuevo, es una excepción al principio de territorialidad/nacionalidad de la jurisdicción.

De esta forma, para hablar del avance o el mainstreaming de la jurisdicción universal, hay que ser enfáticos en la exacta definición, contenido, y alcance que entraña esa institución judicial. En caso contrario, la conclusión será que se está invocando otro precepto, pero no la jurisdicción universal, o al menos no tal como existe buen y cierto derecho.

Esto abre avenidas interesantes tanto para la reflexión como para la incidencia. ¿Debemos exigir a nuestros gobiernos el impulso convencional para materializar la posibilidad de ejercer la jurisdicción universal contra los más atroces crímenes, sin necesidad de que se verifique la existencia de un conflicto armado?, ¿corresponde a la academia y a los profesionales litigantes de éstas áreas del derecho conseguir una solución elegante que lo habilite?, o ¿nos quedamos sentados sobre las manos mientras los sospechosos de estas aberrantes trasgresiones pasean sin que se cierna sobre ellos el ojo de la justicia? Estas complicadas preguntas no se abordarán por el momento, pero no pueden olvidarse. En caso contrario, y de mantenerse la tendencia en materia de jurisdicción universal se arriesgará traer a relevancia el dicho popular aquel de “mucho ruido; pocas nueces”.


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