El sistema de justicia venezolano, actuando bajo el absoluto control del Poder Ejecutivo, se ha convertido en un agente de criminalización y represión contra las organizaciones de la sociedad civil.
El reconocimiento constitucional del derecho a la asociación (artículo 52), supone la libertad de toda persona de constituir o unirse a una organización para tratar asuntos de interés común, pero además lleva consigo el ejercicio de otros derechos y libertades como la reunión pacífica, la libertad de expresión, participación y manifestación.
Particularmente, y en el caso de las organizaciones defensoras de derechos humanos, destacamos su capacidad en la promoción y defensa del reconocimiento, cumplimiento y progresividad de los derechos humanos, el ejercicio de la denuncia de excesos, arbitrariedades y abusos de poder, y la contribución a que haya respuestas efectivas ante las necesidades y desigualdades de la población, lo que además involucra prestar asistencia humanitaria.
Desde el Centro de Justicia y Paz (Cepaz), hemos sido muy enfáticos al documentar las violaciones sistemáticas a estos derechos. Las organizaciones de la sociedad civil ejercen sus labores en un entorno de múltiples obstáculos, amenazas, criminalización y represión. Destacamos la agudización de la criminalización contra las organizaciones de carácter humanitario, con un registro, en un poco más de un año, de al menos seis organizaciones víctimas de estos patrones de criminalización, en la que también han puesto en riesgo la libertad, integridad y vida del equipo de trabajo.
Frente a este entorno restrictivo en el cual ejercen sus labores las organizaciones de la sociedad civil venezolana, marcado por un patrón de violaciones sistemáticas a los derechos humanos, ¿cuál es el rol y qué hace el sistema de justicia venezolano?
La Constitución Nacional establece en su artículo 30 la obligación del Estado a través del órgano judicial de investigar y sancionar legalmente los delitos contra los derechos humanos cometidos por sus autoridades, pero además esta función debe ser cumplida atendiendo a los criterios de independencia, autonomía e imparcialidad que bien establece en su artículo 254 la Constitución Nacional.
Ahora bien, el reconocimiento constitucional no es suficiente cuando en la práctica nos encontramos con un sistema de justicia que frente a las amenazas y criminalización del régimen de Nicolás Maduro contra las organizaciones de la sociedad civil, en vez de impartir justicia, se convierte en cómplice y en un órgano de represión, tanto por la omisión ante esta política de Estado de criminalizar y amenazar, como por las acciones a través de decisiones que son contrarias a la Constitución y al derecho internacional de los derechos humanos.
Muestra de lo anterior es el caso de la organización Azul Positivo. Un tribunal de la República dictó medida privativa de libertad a cinco miembros de un equipo de trabajo, que se ha dedicado a la prevención del VIH y la promoción de la salud sexual, por la supuesta perpetración de los delitos de manejo fraudulento de tarjeta inteligente, legitimación de capitales y asociación para delinquir.
A estos cinco miembros del equipo de Azul Positivo, no solo les imputaron injustamente estos delitos, sino que además le han vulnerado el derecho al debido proceso al retrasar la causa no dando despacho por varios días, negando la asistencia legal y el acceso pleno al expediente. Aún más, debemos destacar las condiciones precarias de salud en la que se encuentran detenidos, habiendo incluso presentado síntomas de COVID-19.
Por otra parte, traemos a colación el caso de la organización CONVITE, cuyo director fue retenido en la sede de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES), y en el momento del allanamiento de la sede de la organización presentaron una orden por “financiamiento del terrorismo”, y sin presencia de abogados fueron incautados sus equipos.
Esta situación de arbitrariedad se ha presentado contra otras organizaciones y su equipo de trabajo, en donde a pesar de existir una orden judicial no se siguen los procedimientos establecidos en el marco normativo, y mucho menos se cumple con los criterios de imparcialidad, actuando entonces como cómplice el sistema judicial venezolano.
La Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, en julio de 2020 alertaba sobre la falta de independencia del sistema de justicia venezolano, destacando la inseguridad y poca transparencia en el nombramiento de los jueces y fiscales, además de las interferencias políticas.
Del mismo modo, la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre Venezuela, a través de su informe conclusivo presentado en el 45° periodo de sesiones el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, ha reconocido la imposibilidad de acceder a recursos internos de justicia y precisamente ha hecho un llamado a la comunidad internacional y a los Estados a que inicien, bajo el principio de la jurisdicción universal, las acciones legales contra los responsables de las violaciones y delitos que han sido detallados en el informe, en el que se involucra el delito de persecución.
En consecuencia, frente a la afectación de los derechos de las defensoras y defensores de derechos humanos, nos encontramos sin recursos efectivos de rendición de cuentas. El control de todo el aparato estatal por parte del régimen de Nicolás Maduro, ha ocasionado un nivel de deterioro del sistema de justicia venezolano, que imposibilita que las violaciones a los derechos humanos sean conocidas por los tribunales nacionales.
Esta situación de desprotección debe alertar a la comunidad internacional y a los órganos de protección internacional de derechos humanos, para exigir un entorno propicio para el ejercicio de la labor de las organizaciones de la sociedad civil venezolana.