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Extracto del discurso pronunciado por Mahatma Gandhi como alegato ante el tribunal británico que lo condenó a seis años de cárcel por sedición. 23 de marzo de 1922

«(…). La no violencia es el primer precepto de mi fe. Y es el último precepto de mi fe. Pese a ello, tenía que tomar una decisión: o bien me sometía a un sistema que en mi opinión había causado un daño irreparable a mi país o bien me arriesgaba a que la furia de mi pueblo se desatara cuando entendiera la verdad que salía de mis labios.

Sé que mi pueblo ha enloquecido en algunas ocasiones. Lo siento muchísimo, y por ello estoy aquí, para someterme no a un castigo menor, sino a un castigo en toda la regla.

No pido clemencia, no apelo a ninguna circunstancia atenuante. Así pues, estoy aquí para prestarme a cumplir la pena más alta que pueda serme infligida por lo que según la ley es un delito deliberado y por lo que a mí me parece el deber civil supremo.

Lo único que puede hacer, Señoría, es, como diré a continuación en mi declaración, o renunciar a su cargo o infligirme la pena más dura si cree que el sistema y la ley que usted contribuye a aplicar son buenos para el pueblo. No espero que se produzca esa clase de conversión.

Sin embargo, puede que cuando haya acabado con mi declaración, usted se haya hecho una idea de lo que arde en mi pecho y ha dado alas al más loco riesgo que un hombre en su sano juicio puede correr.

(A continuación, Gandhi lee su declaración ante el Tribunal.)

Pocos son los habitantes de la ciudad conscientes de cómo las multitudes prácticamente desahuciadas por la hambruna en la India se están consumiendo hasta la inexistencia. Pocos son conscientes de que su miserable bienestar es fruto de la comisión que reciben a cambio del trabajo realizado para el explotador extranjero, y que los beneficios y la comisión se obtienen de las masas.

Pocos se dan cuenta de que el gobierno establecido por ley en la India británica sigue en vigencia gracias a esa explotación de las masas. No hay sofisticación ni malabarismo con las cifras que sirva de explicación convincente para la obviedad, para los esqueletos que se ven a simple vista en muchas aldeas.

No me cabe ninguna duda de que tanto Inglaterra como los habitantes de las ciudades indias tendrán que responder, si es que hay un Dios en las alturas, por este crimen contra la humanidad que tal vez no tenga precedentes en la Historia.

En este país, la misma ley se ha puesto al servicio del explotador extranjero. Mi experiencia en casos políticos en la India me lleva a la conclusión de que en nueve de cada diez ocasiones los condenados eran totalmente inocentes. Su delito fue amar a su país.

En los tribunales de la India, en noventa y nueve casos de cada cien, a los indios se les ha negado la justicia en favor de los europeos.

No se trata de una visión exagerada. Esta ha sido la experiencia de casi todos los indios que han tenido algo que ver con esos casos. En mi opinión, la aplicación de la ley se ha prostituido, por tanto, de forma consciente o inconsciente en beneficio del explotador. La mayor desgracia es que los ingleses y sus socios indios de la administración del país no saben que están involucrados en el delito que he intentado describir.

Me siento satisfecho de que muchos funcionarios ingleses e indios crean sinceramente que aplican uno de los sistemas mejor ideados del mundo y que la India avanza a un ritmo constante aunque lento. No saben que un sistema sutil aunque efectivo de terrorismo y un despliegue organizado de fuerza, por una parte, y la privación de todo poder de represalia o de autodefensa, por otra, han mutilado al pueblo y lo ha hecho incurrir en el hábito de la simulación. Este horrible hábito se ha sumado a la ignorancia y al autoengaño de los administradores.

El artículo 124-A en virtud del cual felizmente se me acusa, tal vez sea el rey de los artículos políticos del Código Penal indio, ideado para suprimir la libertad del ciudadano. El afecto no puede ser manipulado ni regulado por la ley. Si uno no siente afecto por una persona o cosa, debería ser libre para transmitir la total expresión de su desafecto siempre que no contemple ni fomente la violencia ni incite a ella.

No obstante, el artículo en virtud del cual se nos acusa al señor Banker y a mí establece que el mero fomento del desafecto constituye un delito.

Estudié algunos casos juzgados por este artículo y sé que algunos de los más apreciados patriotas indios han sido condenados en virtud del mismo. Por lo tanto, considero un privilegio que se me acuse del mismo delito. He intentado por todos los medios comunicarles de la forma más breve posible la razón de mis desafectos. No siento animadversión personal por ningún administrador en concreto ni mucho menos puedo sentir desafecto por Su Majestad el Rey.

Sin embargo, considero una virtud sentir desafecto por un gobierno que en su totalidad ha hecho más daño a la India que cualquier sistema anterior. La India es menos valerosa bajo el mandato británico de lo que había sido jamás. Con esta creencia, considero un pecado sentir afecto por el sistema.

Y ha sido un precioso privilegio para mí poder escribir lo que escribí en los diversos artículos presentados como pruebas en mi contra. En realidad, creo que he prestado un servicio a la India y a Inglaterra al demostrar que la desobediencia es la forma de abandonar el estado antinatural en el que ambas naciones viven. En mi modesta opinión, la desobediencia al mal es un deber tanto como lo es la obediencia al bien. No obstante, en el pasado, la desobediencia ha sido expresada, con deliberación, en forma de violencia contra el perpetrador del mal. Mi cometido es el de demostrar a mis compatriotas que la desobediencia violenta sólo multiplica el mal y, puesto que el mal sólo puede sobrevivir gracias a la violencia, negarse a apoyar el mal requiere el abandono incondicional de la violencia.

La no violencia implica la sumisión voluntaria al castigo por la desobediencia al mal. Por tanto, estoy aquí para dar la bienvenida y someterme de buen grado al cumplimiento de la pena más alta que pueda serme infligida por lo que, según la ley, es un delito deliberado y por lo que a mí me parece es el deber civil supremo.

Lo único que pueden hacer, Señoría y señores asesores, es o bien dimitir de su cargo y así distanciarse del mal si sienten que la justicia que deben administrar es un mal y que en realidad soy inocente, o bien infligirme la pena más severa si creen que el sistema y la ley que consienten en administrar son buenos para las personas de este país y que mi actividad es, por tanto, perjudicial para el bien común».